El mundo estuvo al borde de la destrucción durante meses y finalmente sucumbió. Las bombas cayeron por todas partes, y nadie se salvó. Aquellos que murieron de inmediato tuvieron suerte, porque los que quedaron vivos murieron lentamente y en sufrimiento.
En medio de toda la destrucción, vi una casa desolada pero casi intacta, en una pequeña colina. A pesar de la destrucción que la rodeaba, la casa se mantenía fuerte e imponente.
Una vez dentro, descubrí que todo estaba tal y como lo habían dejado cuando todo acabó. La cocina, el comedor, las habitaciones, el baño y hasta el jardín, todo parecía congelado en el tiempo. A pesar de que no había electricidad en ningún lugar, la casa era cálida y acogedora, en lugar de tenebrosa y desolada.
Sobre la mesa había un paquete de café, la coladora estaba en la estufa, y seguramente habría tazas en el gabinete. Aunque no encontré azúcar, había un poco de miel en el refrigerador, y decidí hacer el mejor café que alguien pudiera hacer en el fin del mundo. El aroma del café opacó el olor a ceniza y quemado que las bombas habían dejado a su paso. Era el último café que alguien bebería en este planeta, y para mí representaba la esperanza.
Tomé el primer sorbo y sentí la esperanza renacer dentro de mí. Me entraron ganas de crear cosas maravillosas, aunque sabía que era imposible en un mundo tan desolado. Pero en ese momento, me di cuenta de que estaba en el mejor momento de la historia humana. ¿Cuántas personas a lo largo de la historia han tenido la oportunidad de presenciar el final del mundo? Aunque el mundo estaba lleno de tristeza y desolación, era un privilegio haber sido testigo del final.
Decidí escribir las últimas notas de la humanidad, con la esperanza de que alguien o algo las encuentre en algún momento del futuro. Aunque quizás nadie nunca las lea, sentí que era mi deber y propósito dejar un testimonio de nuestra existencia. Mientras escribía, pensé en los habitantes de Marte, que nunca tuvieron la oportunidad de dejar algo así antes de que su planeta muriera. Pero en la Tierra, no permitiría que eso sucediera. Dejaría un testimonio de nuestra existencia para que los futuros habitantes de la Tierra supieran la verdad. Encontré lápiz y cuaderno en una de las habitaciones, y, antes que se acabará la tasa de café, escribí:
“Estas son las últimas palabras de la humanidad. El mundo que conocimos ha sido destruido por nuestra propia mano. La ambición, el egoísmo y la falta de empatía nos llevaron a este triste final. Pero aún en el peor de los tiempos, siempre hay esperanza. Y aunque nuestra especie haya llegado a su fin, espero que las generaciones futuras encuentren la manera de aprender de nuestros errores y construir un mundo mejor. Que la memoria de nuestra existencia sirva como un recordatorio de lo que puede suceder cuando no actuamos con responsabilidad y respeto hacia nosotros mismos y nuestro planeta. Que la humanidad descanse en paz, y que la vida continúe de alguna manera u otra.”
Terminé de escribir y dejé el cuaderno y el lápiz sobre la mesa, al lado del paquete de café vacío. Sabía que probablemente nadie lo leería nunca, pero tenía la esperanza de que algún día alguien o algo lo encontraría y sabría que una vez existió una especie llamada humanidad que, aunque cometió muchos errores, también fue capaz de crear cosas maravillosas y hermosas. Y con esa última reflexión, salí de la casa, cerré la puerta y me adentré en el desolado mundo que nos dejamos.